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Ramon Panés se ha emancipado. Ejerce un empleo que le gusta, ha alquilado un piso y está entusiasmado con el Seat Ibiza que acaba de estrenar. Tiene la fortaleza y la vitalidad de cualquier joven de su edad, 19 años. Lo único que le diferencia es que él no quiere, ni puede, proyectar planes de futuro. Es uno de los enfermos (entre 500 y 900) diagnosticados de esclerosis múltiple infantil en Catalunya, un enfermedad crónica de evolución incierta, que afecta al sistema nervioso central y no tiene cura.

La esclerosis múltiple normalmente se diagnostica en personas de entre 20 y 40 años, pero aproximadamente el 3,5% de los nuevos casos aparece en edad pediátrica o antes de la mayoría de edad. Ramon sufrió el primer brote a los 14 años, al sentir una pérdida de sensibilidad en la parte costal, pero el problema no persistió. Al año siguiente, por la noche, a la hora de la cena, el chico no atinaba a ponerse la cuchara en la boca. Se derramaba la sopa en el hombro. Su madre le planteó que intentara accionar el interruptor de la luz. Tampoco acertó. La familia, que vivía en Cerdanyola, acudió urgentemente al hospital Parc Taulí de Sabadell, donde le diagnosticaron la esclerosis múltiple y permaneció ingresado durante tres semanas. Ramon cursaba tercero de ESO.

“El último brote fue el más fuerte. Me asusté, estuve un mes y medio o dos sin tacto en la mitad del cuerpo”

“A mis padres les vi muy preocupados. Vi a mi madre llorar. Yo le decía que no se preocupara, que yo estaba bien”, rememora. Los médicos le explicaron la afección en lenguaje infantil. “Me dijeron que no mirara nada por internet y no lo hice. Siempre he seguido haciendo vida normal, y muy bien. Nunca he entrado en internet por la enfermedad. Cuando tengo alguna duda, llamo al médico”.

La experiencia de Ramon ha inspirado uno de los personajes de la novela E.M. (La Galera), la última de la serie del Club de la Canasta, de Àngel Burgas. Impulsado por la Fundació Esclerosi Múltiple, este curso será de lectura obligatoria en escuelas catalanas para sensibilizar sobre esta enfermedad en la edad infantil. En la vida real, Ramon no va de héroe, ni va de víctima. A diferencia de muchos pacientes, no ha requerido ayuda emocional. “Psicológicamente solo he cambiado al chip de vivir el momento. Mis padres no han buscado apoyo psicológico porque siempre me han visto contento y animado. Diferente sería si yo me hubiera hundido y quizá hubiéramos ido todos por el mal camino”, explica.

Aunque la vida de los Panés dio un giro radical a consecuencia de la enfermedad de Ramon. La familia precipitó un proyecto que maduraba desde hacía tiempo. Se trasladaron a la naturaleza. De la agitación de Cerdanyola a la calma de una masía en Sant Llorenç de Morunys, municipio del Solsonès de un millar de habitantes. El chico dejó los estudios el año pasado, un grado superior de formación profesional, para centrarse en el sector al que se han dedicado sus padres y que le apasiona desde siempre: la hostelería. Oficia de camarero. Y procura vivir de espaldas a la enfermedad con un sólido blindaje emocional.

“El médico me dice que haga vida normal y nunca me he privado de nada, ya sea de comida o de ir de fiesta… Nunca he dicho que no por tener lo que tengo. No siento fatiga, como otros. Cuando empecé el tratamiento la medicación me provocaba cansancio. Ahora solo tomo pastillas, una al día”. Producto de haber afrontado su enfermedad, ha madurado más de deprisa que los jóvenes de su edad. Es un chico responsable y toca con los pies en el suelo, aferrado al presente. “No me pueden decir cómo estaré dentro de 10, 20 o 30 años”, explica. “En esto cada persona es un mundo. Tengo varios conocidos en el pueblo que lo tienen: una mujer que va en silla de ruedas; otra, de entre 40 o 45 años, dejó el medicamento porque no le iba bien y está chapeau . Hasta que no me lo dijo no había notado nada. Otro tiene otras enfermedades y está más destartalado”.

La evolución de esta dolencia es impredecible. Así que nada de planes de futuro ni profundas reflexiones de presente. “Si estás pensando que mañana te puedes levantar y tener un brote, estás más hundido. Alguna vez he pensado que mi vida puede cambiar en cualquier momento, pero no quiero pensar en ello. Me despierto, me tomo la pastilla y me olvido de que tengo la enfermedad. La pastilla sirve para aplazar los brotes y para que sean menos intensos cuando se producen”.

Cada medio año, Ramon se somete a revisiones en el hospital Clínic. Al comienzo sufría brotes en verano y en Navidad, casi puntualmente. “El último fue el más fuerte. Me asusté”, admite. Se le insensibilizó toda la parte derecha del cuerpo. “Estuve un mes y medio o dos sin tacto, pensé que se me quedaría la mano tonta para siempre. Me iba a dormir pensando que al día siguiente ojalá no tuviera nada, hasta que un día me levanté y había desaparecido. Me he recuperado del todo. No me ha dejado secuelas”. Hace dos años de esto y Ramon no ha vuelto a sufrir otra crisis. La vida sigue.


Fuente: LaVanguardia